miércoles, 20 de enero de 2010

NUNCA HUBO MIEDO EN SUS OJOS




QUIEN DICE LA VERDAD


(Fragmento)



Los policías de la montada se recortaron sobre la loma. A un lado de la cruz del cerro se destacaban los grandes caballos que hacían saltar las piedras a su paso. Eran cinco.

-Entuvía podés, Sebastián

-Agarra camino, Sebastián

-Juyíte, vos no tenés pecado

-Jué el Lorenzo el que se lo buscó

-Yo jui. No me voy. No me juygo

Los caballos de los policías bajaron al llano. Se abrieron en una larga línea que abarcaba el pequeño valle

-Todavía podés, Sebastián. Juyite

-Tenés mujer. Juyíte

-Si te agarran, te amuelan, Sebastián

-Tenés hijos, Sebastián. Juyíte

-No puedo. Estoy debiendo. No es bueno jugar al castigo

Los policías desenfundaron sus armas. Un brillo frío brincó de los cañones de las carabinas. Ya están entrando al caserío.

-Córrete, Sebastián. No te han visto. Al poco podés volver. Se van a olvidar

-No

-Sebastián, el Lorenzo era Ladino. Vos sos indio. Corréte

-No. Ansina es como debe ser. Debo quedarme

Los perros empezaron a ladrar. Los policías estaban entrando a las calles del poblado. Ya se les veían las caras. Clarito oyeron cuando el argento ordenó cortar cartucho; el ruido seco y ronco de los cerrojos de las carabinas les llegó a la cara. Los perros seguían ladrando y uno de los policías le dio un latigazo al que estaba más cercano. Todo esto lo vieron desde la casa del Sebastián.

-Escondéte. Podés todavía

-No

-Escondéte. Te van a fregar

-Es el castigo

-Son ladinos los policillas, Sebastián

-Es el castigo

-Castigo de otro es que saben, Sebastián

Los policías se detuvieron a diez metros de los indígenas que los observaban temerosamente.

-Sebastián Pérez Tul: reo de asesinato,- gritó el sargento de policía.

Todos permanecieron callados. Clavaron la vista al suelo

-¿Quién conoce a ese desgraciado?- volvió a gritar.

Sebastián se levantó de su puerta. Se dirigió a los policías. Todos se le quedaron viendo. Algunos cerraron los puños para no detenerlo.

-¿Quién sabe dónde putas está el asesino?- preguntó a gritos el sargento. Todos los ojos se clavaron en el Sebastián que se iba yendo a donde estaban los policías.

-Aquí estoy, gobierno

-¿Quién sos vós?

-Sebastián Pérez Tul

-¿Por qué no te pelaste?

-Porque no

-¿Querés ir a la cárcel?

-Sí

-¿No tenés dinero pa que te defienda un licenciado en Ciudad Real?

-No

-Bueno. Voltéate pa que te amarren.

El Sebastián se dio la vuelta. Quedó de espaldas a los policías y con los ojos quería despedirse de su casa, de su mujer, de sus hijos, de su gente, de sus montañas.

El Sebastián estaba tranquilo. Nunca conoció su boca más palabra que la de la verdad, y nunca hubo miedo en sus ojos, y siempre tuvo la frente erguida. Nunca hubo temor en sus piernas ante el castigo

-Ahora- dijo el sargento

El Sebastián Pérez Tul no supo cómo fue la cosa. La gente oyó un disparo y vieron que aquel caía de rodillas.

-Pa qué perdemos tiempo con éste- dijeron los policías y se alejaron al galope.

-Sebastián, Sebastián, te lo estamos diciendo. Sebastián

Alguien se arrodilló para levantarlo. Le pasó la mano detrás de la nuca y sintió que por los dedos le corría la sangre del Sebastián. Tenía la cabeza destrozada.

-Te lo dijimos. Te hubieras juyido, Sebastián.

Entre varios vecinos levantaron el cuerpo

-Quien dice verdá tiene la boca fresca como si masticara hojitas de hierbabuena…- Así empezó a decir el viejo tata Juan, pero la voz se le quebró y los ojos se le llenaron de lágrimas


Benzulul
Eraclio Zepeda
Fondo de Cultura Económica.

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