LA PRIMERA NEVADA
¡Adiós, paseos por la alameda de Rívoli! ¡Ya llegó la hermosa amiga de los niños! ¡Ya cayó la primera nevada! Desde ayer en la noche están cayendo los pequeños y blancos copos semejantes a hojas de jazmín. Esta mañana, en la escuela, era un placer verlos chocar con los vidrios de las ventanas e irse amontonando sobre los alféizares. Hasta el mismo maestro miraba complacido y se frotaba las manos. Todos estábamos alegres pensando en las bolas que íbamos a hacer, en el hielo que se forma luego y en el fuego de las chimeneas y los hogares de nuestras casas. Stardi era el único que ni se preocupaba, abstraído como siempre en la lección, con los codos sobre la mesa y los puños oprimiendo las sienes.
¡Qué alborozo! ¡Qué fiesta al salir! Todos salimos corriendo a la calle, gritando y agitando los brazos, agarrando puñados de nieve y saltando dentro de ella como perritos en el agua. Los padres que esperaban en la calle tenían los paraguas blancos y los policías estaban también cubiertos de nieve. En pocos momentos nuestras carteras, nuestros hombros y nuestras gorras estuvieron así también. Todo parecía que estaba fuera de sí de alegría, hasta el pobre Precossi, el hijo del herrero, aquel pálido y enfermizo que nunca ríe. Roberto, el que salvó al niño del ómnibus, saltaba ¡pobrecito!, con sus muletas por la nieve.
El calabrés, que no había visto nunca nieve, agarró un gran puñado, lo hizo una bola y se puso a comerlo como si fuese un durazno; Crossi, el hijo de la verdulera, llenó con ella su carpeta y el Albañilito nos hizo reír hasta no poder más cuando mi padre lo invitó a venir a casa mañana. Tenía la boca llena de nieve y, no atreviéndose a escupirla, ni menos a tragarla, se quedó atorado, mirándonos, sin poder responder. También las maestras salían corriendo de la escuela y riendo, hasta la mía de primero superior corría a través de la nieve, defendiéndose la cara de los copos con su velo verde, la pobrecilla tosía. En tanto, centenares de niñas de la escuela vecina pasaban chillando y saltando sobre la blanca alfombra; los maestros, los porteros y los policías gritaban: ¡a casa!, ¡a casa!, tragando copos sin querer, blanqueándose las barbas y los bigotes. Pero ellos eran los primeros en reírse con la bulla que metían los escolares al festejar el invierno…
“Ustedes festejan el invierno… pero hay niños que no tienen ni pan, ni calzado, ni fuego. Hay miles de chicos que bajan a los pueblecitos haciendo un largo y penoso camino por la montaña, llevando en sus manos ensangrentadas por los sabañones un trozo de leña para calentar la escuela. Hay centenares de escuelas casi sepultadas por la nieve, desnudas y silenciosas como cuevas en las que los niños, medio sofocados por el humo, dan diente con diente por el frío, miran con espanto los grandes copos que caen y caen sin cesar y se amontonan constantemente sobre las débiles techumbres de sus chozas lejanas, amenazadas a cada momento por los aludes. Ustedes festejan el invierno, niños. ¡Ah!, piensen en los millares de criaturas para quienes el invierno es anuncio de miseria y acaso muerte.
Edmundo de Amicis
Corazón. Diario de un niño.
Editores Mexicanos Unidos, S. A.
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