Cualquier día de enero uno se despierta con la rabiosa convicción de que ya nadie nos quiere. Establecido esto, se procede a revisar exhaustivamente la nómina de amistades, parientes y seres queridos y llega uno a la desoladora conclusión de que, hasta la fecha, hemos vivido en el error. Aquello que suponíamos afecto genuino no es más que una maligna mezcla de intereses inconfesables, ambiciones tipo Dinastía, lástima indigna y ganas de molestar. Engolfados ya en las azules aguas de la melancolía, decidimos que hemos fundado una familia que ni de lejos nos merece con una señora más frívola que René Casados y que solo piensa en comprarse un jumper color ciruela pasa. Ya en pleno delirio de autocompasión caemos en la cuenta de que, para colmo de desgracias, hemos procreado con esa señora un par de niños malignos que ya perdieron la mitad de las piezas del Meccano que les compramos en navidad y que además se permiten estar de buen humor a todas horas.
Instalados ya en ese paroxismo, nuestro sistema emocional comienza a desgobernarse totalmente. Seguros como estamos de que los que deberían querernos no nos aman y solo desean lo peor para nosotros, decidimos, por compensación, enamorarnos fulminantemente de los seres más extraños. Sin tener estadísticas a mano, estoy completamente seguro que es en enero, cuando se gestan todas estas tragedias sentimentales que, tiempo después, harán las delicias de los columnistas de sociales, los sicoanalistas, las tías y demás fauna nociva. Víctimas del síndrome de los Reyes Magos infinidad de maridos otrora formales y bien portados, deciden declarársele a la señorita que atiende el departamento de quesos en Aurrerá o a la gordita de quexquémel color café con leche que atiende la ventanilla para pago de tenencias. Del mismo modo, mujeres de vida ejemplar y cuya experiencia de lo orgiástico no había ido más allá de la lectura de la región más transparente se lanzan súbitamente a aventuras inauditas con el colocador de alfombras al que invitan a Valle de Bravo o a bailar al California. Lo que él decida.
Seamos tolerantes. La culpa es de los tiempos. El frío, penetrando por los intersticios de nuestro suéter de Chiconcuac, se cuela en el alma e impele a hombres y mujeres a intentar todo tipo de desafueros térmicos. No hay remedio. La mente se obnubila y uno está dispuesto a lo que sea con tal de vivir una pasión como las de Errol Flynn. Nada es real. Todo es efecto del frío y de los vestigios de romeritos que se nos han alojado en el cerebro. No es para nada el caso de las pasiones primaverales, esas sí, enormemente preocupantes. Por el contrario, las pasiones invernales se extinguen en su pura insensatez. Un ejemplo extremo de esto me lo acaba de proporcionar una querida amiga que ayer mismo me habló para confiarme con el máximo sigilo que se está enamorando perdidamente de su marido. Imagínese.
Germán Dehesa.
Qué modos. Usos y costumbres tenochcas.
Editorial Planeta.
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