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lunes, 22 de febrero de 2010

VENÍA A RECOGER MI CADÁVER



UN PAVOROSO SILENCIO PARA RECORDAR

Doce años antes, a las siete de la mañana, un sargento del ejército al frente  de una patrulla había soltado sobre mi cabeza una ráfaga de ametralladora, y me ordenó incorporarme al grupo de prisioneros que iba arreando hacia el edificio de Chile Films, donde yo trabajaba. La ciudad entera se estremecía con las cargas de dinamita, los disparos de armas largas, los vuelos rasantes de los aviones de guerra. El sargento que me había detenido andaba  tan ofuscado, que me preguntó qué estaba pasando. “Nosotros somos neutrales”, decía. Pero no supe por qué lo decía ni a quiénes incluía en el plural. En un momento en que nos quedamos solos, me preguntó:
            -¿Usted es el que hizo El Chacal de Nahualtoro?
            Le contesté que sí y pareció olvidarse de todo, de los tiros, de las cargas de dinamita, de las bombas incendiarias en el palacio de los presidentes, y me pidió que le explicara cómo se hace para que a los falsos muertos de las películas les salga sangre por las heridas. Se lo expliqué y pareció fascinado. Pero casi enseguida volvió a la realidad.
            -No miren para atrás- nos gritó- porque les vuelo la cabeza.
            Hubiéramos creído que era un juego, de no ser  porque minutos antes habíamos visto  los primeros muertos en la calle, un herido desangrándose en una acera sin auxilio de nadie, bandas de civiles rematando a garrotazos a los partidarios del presidente Salvador Allende. Habíamos visto a un grupo de prisioneros de espaldas  contra un muro, y a  un pelotón de soldados que fingían fusilarlos. Pero los mismos soldados que nos conducían preguntaban qué estaba pasando, e insistían: “Nosotros somos neutrales”. El estruendo y la confusión eran enloquecedores.
            El edificio de Chile Films estaba rodeado de soldados con ametralladoras emplazadas en trípodes, y apuntando hacia la entrada principal. El portero de boina negra,  con la insignia del Partido Socialista, salió a nuestro encuentro.
            -Ah, -gritó señalándome-, ese caballero, el señor Littín, es el responsable de todo lo que ocurre aquí.
            El sargento le dio un empujón que lo tiró por tierra.
            -Váyase a la mierda- le gritó. No sea maricón.
            El portero se puso en cuatro patas, aterrorizado, y me preguntó:
            -¿No se toma un cafecito, señor Littín? ¿Un cafecito?
            El sargento me pidió que averiguara por teléfono  lo que estaba pasando. Traté de hacerlo, pero no logré comunicarme con nadie. A cada instante entraba un oficial que daba una orden, y luego otro que daba la orden contraria: que fumáramos, que no fumáramos, que  nos sentáramos, que nos pusiéramos de pie. Al cabo de media hora, llegó un soldado muy joven  y me señaló con el fusil.
            -Oigame, sargento-dijo- ahí está una señorita rubia preguntando por este caballero.
            Era la Ely, sin duda. El sargento salió a hablar con ella. Mientras tanto, los soldados nos contaron  que los habían sacado desde la madrugada, que no habían desayunado, que tenían  orden de no aceptar nada, que tenían frío, que tenían hambre. Lo único que pudimos hacer por ellos fue dejarles nuestros cigarrillos.
            En esas estábamos cuando el sargento volvió  con un teniente que comenzó a identificar a los prisioneros para llevárselos al estadio. Cuando me tocó el turno, el sargento no me dio tiempo de contestar.
            No, mi teniente- le dijo a su oficial-, este señor no tiene nada que ver, vino aquí a presentar un reclamo porque unos vecinos le destrozaron a palos el automóvil.
            El teniente me miró perplejo.
            -¿Cómo puede ser tan huevón para reclamar nada en este momento? Exclamó-. ¡Mándese a volar!
            Eché a correr, convencido de que me iban a disparar por la espalda con el eterno pretexto de la ley fuga. Pero no fue así. La Ely, a quien un  amigo le había dicho que me habían fusilado frente a Chile Films, venía a recoger mi cadáver. En varias casas de las calles estaban izando banderas, que era la clave acordada para que los militares reconocieran a sus partidarios. Por otra parte, ya habíamos sido denunciados  por una vecina que conocía nuestra relación con el gobierno, mi participación  entusiasta en la campaña presidencial de Allende, las reuniones que se hacían en mi casa mientras  el golpe militar iba haciéndose inminente. De modo que no volvimos a casa, sino que pasamos un mes cambiándonos  de un lugar a otro, con  los tres niños y las cosas más indispensables, huyendo de la muerte que nos pisaba los talones, hasta que el cerco se hizo tan asfixiante que nos metió a la fuerza por el túnel del exilio.

Gabriel García Márquez
La aventura de Miguel Littín, clandestino en Chile.
Editorial Diana.

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