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domingo, 22 de noviembre de 2009

HOCICOS NEGROS




TERRIL
(Fragmento)

…A pesar de que la situación económica de Verney era bastante buen, no había jabón en la casa, pues el jabón resultaba un lujo demasiado  costoso para los habitantes del Borinage.
            Vincent trató de lavarse la cara y las manos negras de carbón, lo mejor que pudo con el agua  fría que la señorita Verney  le echó en una palangana, pero no obtuvo un resultado muy satisfactorio.
Durante la cena, Jacques le dijo:
-Hace casi dos meses que usted está en Petit Wasmers, señor Vincent, sin embargo aún no conoce verdaderamente el  Borinage.
-Es verdad- repuso humildemente el joven-, pero poco a poco comienzo a comprender al pueblo.
-No es eso lo que quiero decir- contestó Verney- Quiero decir que usted sólo ha visto la vida aquí arriba, y eso no es lo que interesa. Aquí arriba, solo dormimos, y para comprender nuestra vida, tiene usted que bajar a las minas y ver cómo trabajamos desde las tres de la mañana hasta las cuatro de la tarde.
-Me gustaría muchísimo bajar- dijo Vincent- pero ¿podré obtener permiso de la compañía?
-Ya lo he pedido por usted- contestó Jacques-. Mañana debo bajar al Marcasse  para una inspección de seguridad. Espéreme frente a lo de Denis a las tres menos cuarto de la mañana y bajaremos juntos.
Después de cenar, toda la familia lo acompañó al salón. En el camino, Jacques, que parecía estar bien en la tibieza de su hogar, fue atacado por un acceso tan violento de tos que tuvo que regresar.
Cuando llegaron, Henri Decrucq se hallaba ya allí empeñado en encender la estufa.
-Buenas noches, señor Vincent- dijo sonriendo-. Soy el único en Petit Wasmes que entiende esta estufa y le conoce todas las mañas.
El carbón que contenían las bolsas estaba húmedo y en gran parte no servía, no obstante Decrucq  pronto consiguió hacer arder un lindo fuego en aquella vieja estufa.
Casi todos los vecinos de Petit Wasmes concurrieron esa noche a escuchar el sermón de Vincent. Todos los bancos estaban repletos de fieles, y el joven, con el corazón reconfortado por la bondad que las mujeres de los mineros habían demostrado aquella tarde, y  la satisfacción de predicar en “su iglesia”, habló con tanta sinceridad que supo llegar al corazón de su auditorio.
-Es una antigua y saludable creencia – comenzó diciendo a su congregación de “hocicos negros”- que somos forasteros en este mundo. Sin embargo, no estamos solos, pues nuestro Padre se halla con nosotros. Somos peregrinos, y nuestra vida representa  el camino que debemos recorrer  desde la tierra hasta el Cielo. Para aquellos que creen en Jesucristo, no hay pena que no esté mezclada con esperanza. Padre, te rogamos nos guardes del mal. No nos des pobreza ni riqueza, pero aliméntanos con el pan que necesitamos. Amén.
La señora de  Decrucq fue la primera en acercarse al predicador. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y sus labios temblorosos.
-Señor Vincent- dijo-. Mi vida ha sido tan dura que había perdido a Dios. Pero usted me ha hecho volver hacia El. Se lo agradezco muchísimo.
Cuando todos hubieron partido, Vincent, cerró con llave el salón y se dirigió pensativamente a lo de Denis. Había comprendido, por la actitud de sus fieles, que por fin aquellos “hocicos negros” lo habían aceptado sin reservas como ministro de Dios. ¿Cuál había sido la causa del cambio? No podía ser porque tuviese una iglesia nueva, pues esas cosas no interesaban a los mineros. Tampoco sabían lo de su nombramiento, ya que nunca les había dicho que al principio su puesto no era oficial. Es verdad que su sermón había sido bueno, no obstante, había predicado otros tan buenos como ese en otras oportunidades.
Cuando llegó a la panadería, los Denis ya se habían acostado. Sacó un balde de agua del pozo y lo llevó a su pieza para lavarse. Tomó su jabón y se miró en el pequeño espejo que poseía; vio que su rostro estaba aún lleno de carbón, como lo había sospechado, y sonrió pensando que había predicado el sermón inaugural de la iglesia, con la cara sucia. ¡Qué horrorizados hubieran estado su padre y su tío Stricker!
Introdujo sus manos en el agua fría y tomando el jabón que había traído de Bruselas comenzó a fregarlas para hacer abundante espuma, y se disponía  a llevárselas a la cara cuando se detuvo de pronto. Miro de nuevo a su rostro reflejado en el espejo, lleno de polvo de carbón.
-¡Ahora comprendo!- exclamó en alta voz-. ¡Es por eso que me han aceptado! ¡Ahora soy uno de ellos!


Irving Stone.
Anhelo de vivir. La vida de Vincent Van Gogh
Ediciones Altaya, S. A. de C. V.


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