EL HACENDISTA
Don Desiderio Papús Garriga, cabeza visible de familia numerosa, se había pasado la existencia tratándole de buscar una raíz científica al hecho –sucesivo e inexplicable- de llegar todos los meses a fin de mes.
-¡Ah, si no fuera por la inflación!- le decía a su señora, doña Eleuteria Cotobás de Papús- ¡Si no fuera por la inflación te juro que nos inflábamos!.
-Ya, ya, ¡Mira tú que esto de la inflación! También es lata ¿eh?- le contestaba doña Eleuteria, que era igual que un asno, solo que menos fuerte
Don Desiderio, que tenía cierta fama de sabio entre sus amigos, estuvo durante muchos años tratando de corregir las cosas desde arriba o, como él decía, intentando luchar contra el mal en su origen; pero los años, al demostrarle que todo iba siendo posible menos que lo nombrasen ministro de hacienda, le restaron ambiciones, y le fueron forzando, poco a poco, a experimentar sus conocimientos en su propio hogar.
-¡Allá el país!- Decía don Desiderio Papús. -¡El se lo pierde!
Don Desiderio Papús, decidido ya a levantar sus teorías en su tercero interior derecha, reunió un día memorable, a eso de la una y media, a sus siete vástagos y les dijo:
-Hijos míos, los tiempos están malos para todos. Son aún muy jóvenes para conocer la mecánica de la inflación; pero yo os aseguro, bajo palabra de honor, que con esto de la inflación va a llegar el día en que nos tengamos que ir a la cama sin cenar. ¿Os dáis cuenta, débiles criaturas, lo que supone ir a la cama con la panza vacía? ¿Lo ignoráis? Yo, que tengo el sacrosanto deber de instruiros, os lo voy a decir. Irse a la cama en ayunas significa, muchachos, el insomnio, la acidez de estómago, el nerviosismo, la mala uva, la desazón, el albergar en nuestras mentes los más negros y siniestros pensamientos y, por ende, el fuego eterno.
La voz de don Desiderio Papús había adquirido una lúgubre e imprevisible gravedad.
-Hay que ver, ¿eh?- dijo Desiderito, el mayor, un doncel que no brillaba por sus luces.
-Pues sí, hijo mío, sí !Hay qué ver!
Los siete retoños de don Desiderio –Desiderito, Eleuteria, Santitos, Cirilín, Obdoncín, Tainita y Cosmecillo, el benjamín de la troupe, que se había quedado algo lelo de una paralís que le dio a consecuencia de un mal aire – respiraron fuerte, mitad de susto, mitad de agradecimiento. Don Desiderio, esa es la verdad, nunca había estado tan locuaz con ellos.
-Pues sí, niños, sí- continuó don Desiderio-; conviene estar preparados para los más duros embates; es necesario que nos pertrechemos para la posteridad. El espíritu del ahorro ha de despertarse en vuestros corazones, porque Ya es sabido que el ahorro, , no sólo es el báculo de nuestra vejez, sino también…
-¡Hay que ver! ¿Eh? Interrumpió Desiderito.
-Gracias hijo- susurró don Desiderio, para añadir en voz alta -: Ya veo que me entendéis. Yo quiero haceros una proposición. No es un mandato de padre, sino una propuesta de amigo. Dentro de media hora mamá nos llamará a comer. Nos sentaremos en torno a la mesa e ingeriremos los pobres manjares que constituyen nuestro sustento. Y bien: ¿qué habremos salido ganando? Pues unos cientos de calorías que, guardando un poco de reposo, no necesitamos para nada. Estémonos quietos y ahorremos fuerzas y energías, al par que dinero.
Don Desiderio Papús Garriga, carraspeó un poco.
-Al par que dinero, sí; porque al que no quiera comer y se vaya a dormir la siesta –esto es algo, naturalmente, absolutamente, voluntario- le haré entrega, en el acto, de pesetas cinco.
Un movimiento de estupor corrió por el grupito de las criaturas. Don Desiderio –buen psicólogo- aceleró el ataque:
-¿Alguien opta por el duro? Los que opten por el duro que levanten el dedo.
Salvo Cosmecillo, el tonto, los demás hijos optaron por el duro. Don Desiderio, con un gesto de noble patricio, repartió seis duros y seis besos entre los hijos ahorradores, y se sentó a la mesa con la esposa y el niño pequeño.
-¡Que ambiente más despejado! ¿Verdad, Eleuteria?
-Sí, Desi, muy despejado. Pero, ¿qué te propones? Te aseguro que los niños no se comen un duro cada uno.
-No seas tonta, ya verás. Tú lo único que tienes qué hacer, es evitar que salgan a la calle, ¿me entiendes?
-No; ¿por qué no quieres que salgan a la calle?
Don Desiderio bajó la voz-
-¡Chist! ¡Calla! ¿Sabes por qué?
-No.
-Pues porque, a lo mejor, al salir a la calle, la señora del entresuelo les da de merendar.
-No entiendo
-No te preocupes y obedece.
La tarde transcurrió con dulzura. Los niños, con la barriga vacía, ni saltaron, ni jugaron a la pelota, ni hicieron ruido. Los angelitos, acariciando su duro, pensaban en la hora de la cena
-Mamá, ¿qué hora es?
-Las cinco y cuarto. Pero, ¿qué te pasa, hijo, que no haces más que preguntarme la hora?
Y la hora de la cena, a fuerza de paciencia, llegó, como llega todo en esta vida. Y con la hora de la cena, una breve arenga de don Desiderio Papús Garriga, hacendista.
-Hijos míos, vamos a cenar. Pero los tiempos están difíciles, ya sabéis, muy difíciles incluso. Nunca he pedido vuestra ayuda; pero hoy –a don Desiderio se le escapó un gallo de emoción-, hoy, hijos míos, o me dais un duro cada uno, o aquí no cena ni el apuntador.
Don Desiderio terminó su frase con cierta excitación. Excitación infundada, ¡Bien lo sabe Dios!, por que los seis niños, sin una sola excepción, después de ahorrarle la comida, le devolvieron su duro.
¡Si a don Desiderio le hiciesen algún día ministro de hacienda!
Camilo José Cela
El Espejo y Otros Cuentos
Espasa – Calpe, S. A.
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