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martes, 17 de noviembre de 2009

LOS CABALLOS RECIBIERON MEJOR TRATO QUE LAS MUJERES







LAS SOLDADERAS
(Fragmento)


En las fotografías de Agustín Casasola, las mujeres con sus enaguas  de percal, sus blusas blancas, sus caritas lavadas, su mirada baja, para que no se les vea la vergüenza en los ojos, su candor , sus actitudes modestas, sus manos morenas deteniendo la bolsa del mandado o aprestándose para entregarle el máuser a su compañero, no parecen las fieras malhabladas o vulgares que pintan los autores de la Revolución Mexicana. Al contrario, aunque siempre están presentes, se mantienen atrás. Nunca desafían. Envueltos en su rebozo, cargan por igual al crío y las municiones. Paradas o sentadas junto a su hombre, nada tienen que ver con la grandeza de los poderosos. Al contrario, son la imagen misma de la debilidad y de la resistencia. Su pequeñez, como la de los indígenas, les permite sobrevivir. Sobre la tierra suelta, sentadas en lo alto de los carros del ferrocarril (la caballada va adentro), las soldaderas son bultitos de miseria expuestos a todas las inclemencias, las del hombre y las de la naturaleza. En La Cucaracha, la actriz María Félix nos brinda una marimacha que reparte  bofetadas a diestra y a siniestra y, con su puro en la boca y su ceja levantada, trae un garrafón de aguardiente entre pecho y espalda. ¿Alguna vez hubo una soldadera parecida? No consta en actas. En cambio, Casasola nos muestra una tras otra a mujeres delgaditas y entregadas a una paciente tarea de hormiga, acarreando agua y haciendo tortillas, el fuego encendido, el anafre y el metate siempre a la mano (¿sabrá alguien cuánto cuesta cargar  un metate durante kilómetros de campaña?) y, al final de la jornada,  el hijo hambriento al que se le da pecho.
Sin las soldaderas no hay Revolución Mexicana: ellas la mantuvieron viva y fecunda, como a la tierra. Las enviaban por delante a recoger leña y a prender la lumbre, y la alimentaron a lo largo de los años de guerra. Sin las soldaderas, los hombres llevados de leva hubieran desertado. Durante la guerra civil de España, en 1936, los milicianos no comprendían por qué no debían regresar a su casa en la noche. Dejaban la trinchera vacía, el puesto de vigía, el cuartel, y se iban tan tranquilos a meterse a su propia  cama.
En México, en 1910, si los soldados no llevan su casa a cuestas: su soldadera con su catre plegadizo, su sarape, sus ollas y su bastimento, el número de hombres que habrían corrido a guarecerse  a un rincón caliente hubiera significado el fin de los ejércitos.
Junto a las grandes tropas de Francisco Villa, Emiliano Zapata y Venustiano Carranza, más de mil novecientos líderes lucharon en bandas rebeldes. Las soldaderas pululan en las fotografías. Multitud anónima, comparsas, al parecer telón de fondo, sólo hacen bulto, pero sin ellas los soldados no hubieran comido ni dormido ni peleado.
Los caballos recibieron mejor trato que las mujeres.
Al paso del tiempo y a medida que aumentaron los combates, las tareas de las mujeres no se limitaron sólo a cuidar que no se mojara la pólvora, calentar la cama, tender las cartucheras a la hora de la batalla, sino que fueron adquiriendo cargos en el ejército, aunque los militares jamás les permitieron llegar a un puesto de alto mando.


Elena Poniatowska
Las Soldaderas
Ediciones Era.


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