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lunes, 22 de junio de 2009

CON EL PODER DE TU FIRMA

UNO MÁS

Despertó asustado, no era la primera vez, con dolor de cabeza, piernas, brazos, cuello, todo; tampoco le era desconocida esa sensación que había atribuido a las últimas semanas de depresión y furia contenida. El remedio no tenía visos de éxito, no veía televisión, no radio. Del periódico no había podido desprenderse y eso, según él, no pocas veces acentuaba sus molestias.

Al trabajo iba desmotivado. Lo de siempre, un jefe inútil, cuando asistía, invariablemente contaminaba el ambiente laboral, que terminaba siendo inaguantable. Nada que no compartiera con la inmensa mayoría de los habitantes de su ciudad, su país y/o casi todo el mundo.

Al sudor se agregó esa mañana una debilidad extrema y un color poco usual; su acostumbrado tinte nacional se había decolorado peligrosamente, así que aunque trató de ocultar su malestar, fue trasladado contra su voluntad a una de las beneméritas Instituciones de Salud, que para más, han sido de las pocas “glorias” del paisanaje, como solía llamar coloquialmente a sus compatriotas.

Los amplios pasillos de piso verde y grandes ventanales que le separaron de la sala de urgencias no sólo no lograron disminuir la fatiga y el dolor que se había concentrado en la mitad superior del cuerpo, sino que acentuaron el frió que le laceraba. Lo peor vendría minutos después… Pues sí, tiene un infarto le dijeron, hay que destapar la arteria, poner un dispositivo, bueno, usted sabe, es costoso…Los ojos salían de sus orbitas a medida que esa sensación indefinida –¿de estupor?– crecía en su interior. El joven médico que le pedía un depósito de noventa mil pesos, no perdía la forma. Claro, puede hacerlo mediante tarjeta de crédito…

Rápidamente calculó que lo que podría costar un taxi desde ese extremo de la ciudad hasta un hospital para pobres, si lo había. Sobre el riesgo de morir no tuvo tiempo de reflexionar, era uno más de los que sobran.

Tomás Uriarte.