BOGOTÁ 1989
(Fragmento)
En este país parece
como si alguien
hubiera apagado la luz.
Entre las pocas personas que han salido ganando con el actual enfrentamiento entre el gobierno colombiano y los traficantes de cocaína están los vidrieros de Bogotá. El otro día, en un edificio de apartamentos que acababa de perder sus ventanas a causa de una explosión no lejos de ahí, tres equipos de vidrieros iban y venían al trote desde sus camiones hasta el edificio. Con las manos enguantadas, cargaban enormes rectángulos de vidrio que iban colocando con ayuda de bombas de succión, encaramándose por las ventanas rotas y casi sin tomar un respiro para descansar el lomo antes de seguir con el siguiente panel. “Todas las mañanas ponemos la radio y esperamos la noticia”, me dijo uno de ellos, “y cuando la oímos, decimos “!Uy!, ¡Bombazo!!A trabajar! Y salimos para la dirección que dieron en el noticiero. Ha habido mucha bomba, pero también hay muchos vidrieros, así que no es que sea tanto el trabajo, pero yo ya llevo como cinco o seis edificios”.
El hombre dijo que se llamaba Carlos López, y mientras él y su compañero sacaban otra lámina del camión dijo que esperaban estar muy ocupados ese día. Habían estallado siete bombas la noche anterior, la mayoría en este barrio, que se llama Teusaquillo y es uno de los más agradables de Bogotá; data de los años treinta y si las casas de ladrillo rojo con techos de teja no logran el aspecto inglés al que tan evidentemente se aspiró, la culpa es en parte de la vegetación –espléndidos sietecueros de flores púrpura en las esquinas, y begonias rojo sangre y agapantos azules apiñados en los antejardines. Hay algunos edificios modernos de apartamentos, varias sencillas iglesias de ladrillo y –una bendición en una ciudad atormentada por el ruido y la congestión- poco tráfico, aunque Teusaquillo está sólo a quince minutos del centro donde se encuentran el Congreso, el Palacio presidencial y varios ministerios. Los partidos principales y muchos políticos importantes tienen sus sedes en Teusaquillo, de manera que, cuando los narcotraficantes decidieron lanzar un ataque contra lo que aquí se conoce como “la clase política” solo se necesitaron ocho minutos y dos carros con varias cargas de dinamita parta devastar las oficinas de nueve políticos. Como las calles no son muy anchas, las explosiones reventaron una cantidad desproporcionada de vidrio, a veces hasta a dos cuadras de las casas dinamitadas. De ahí la euforia de Carlos López al verse rodeado de edificios con gran potencial lucrativo.
Con ese modo particular que tienen los colombianos de hacerle frente a los desastres, los presuntos clientes de López –congregados a la entrada de sus ventilados apartamentos para comentar el hecho y ver cuál vidriero ofrecía mejor precio- no estaban ni histéricos ni indignados. Una mujer que aún se estaba recuperando del susto de haber despertado unas horas antes con el ruido de detonaciones cada vez más cercanas, hasta que una, enorme, arrojó una lluvia de astillas de vidrio en su dormitorio, todavía tenía ánimo para reírse de los vidrieros que llegaban, antes de las siete de la mañana, cinta en mano, a tomar medidas y ofrecer presupuestos.
Alma Guillermoprieto
Al pie de un volcán te escribo. Crónicas Latinoamericanas.
Plaza Janés.
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