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jueves, 23 de julio de 2009

CIEN AÑOS DE ONETTI (2)


ARGUEDAS

Yo estabas regresando a Montevideo, al cabo de un viaje. De dónde venía , no recuerdo, pero sí recuerdo que en el avión había leído El zorro de arriba y el zorro de abajo, la novela final de José María Arguedas.

Arguedas había empezado a escribir ese adiós a la vida el día que decidió matarse, y la novela era su largo y desesperado testamento . Yo la leí y le creí, desde la primera página le creí: aunque no conocía a ese hombre, le creí como si fuera mi siempre amigo.

En El Zorro, Arguedas había dedicado a Onetti el más alto elogio que un escritor pueda brindar a otro escritor: había escrito que estaba en Santiago de Chile, pero que en realidad quería estar en Montevideo, para encontrarse con Onetti y apretarle la mano con que escribe.

En casa de Onetti, se lo comenté. El no sabía. La novela recién publicada, no había llegado todavía a Montevideo. Se lo comenté, y Onetti quedó callado. Hacía bien poco que Arguedas se había partido la cabeza de un balazo.

Los dos estuvimos mucho tiempo, minutos o años, en silencio. Después yo dije algo, pregunté algo , y Onetti no contestó. Entonces alcé los ojos y le vi aquel tajo de humedad que le atravesaba la cara.

Eduardo Galeano

El libro de los abrazos

Editorial Siglo XXI.


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miércoles, 22 de julio de 2009

CIEN AÑOS DE ONETTI


LA NOVIA ROBADA
(Fragmento)

Había entonces tantos médicos nuevos y mejores en Santa María, pero la vasquita, Moncha Insaurralde, casi enseguida de su regreso de Europa, antes de la clausura entre los muros, llamó por teléfono al doctor Díaz Grey, pidió consulta, trepó una siesta los dos tramos de escalera y sonrió estupidizada, sin aliento, la mano apretada contra el pecho para levantar la teta izquierda y apoyarla donde sobre ella creía tener el corazón, excesivamente próxima al hombro.
Dijo que iba a morirse, dijo que iba a casarse. Estaba o era tan distinta. El inevitable Díaz Grey trató de recordarla, algunos años atrás, cuando la huída de Santa María, del falansterio, cuando ella creyó que Europa garantizaba, por lo menos, un cambio de piel.
-Nada, no hay síntomas- dijo la muchacha-. No sé por qué vine a visitarlo. Si estuviera enferma hubiera ido a ver un médico de verdad. Perdóneme. Pero algún día sabrá que Usted es más que eso. Mi padre fue amigo suyo. Tal vez haya venido por eso.
Se levantó flaca y pesada, balanceándose sin coquetería, empujando con resolución envejecida al cuerpo disparejo .
“Una todavía linda potranca, yegua de pura sangre, con sobrecañas dolorosas”, pensó el médico. “Si pudiera lavarte la cara y auscultarla, nada más que eso, tu cara invisible debajo del violeta, el rojo, el amarillo, las rayitas negras que te alargan los ojos sin intención segura o comprensible”
“Si pudiera verte otra vez desafiando la imbecilidad de Santa María, sin defensa ni protección ni máscara, con el pelo mal atado en la nuca, con el exacto ingrediente masculino que hace de una mujer, sin molestia, una persona. Eso inapresable, ese cuarto o quinto sexo que llamamos una muchacha”.
“Otra loca, otra dulce y trágica loquita, otra Julita Malabia en tan poco tiempo y entre nosotros, también justamente en el centro de nosotros y no podemos hacer más que sufrirla y quererla”.
Avanzó hasta el escritorio mientras Díaz Grey se desabrochaba la túnica y encendía un cigarrillo; abrió la cartera boca abajo para derramar todo y algún tubo, algún fetiche femenino rodó sin prisa. El médico no miró: sólo le veía, quería verle la cara.
Ella apartó billetes, los barajó con un gesto de asco y los puso junto al codo del médico.
“Loca, sin cura, sin posibilidad de preguntas”
-Pago- dijo Moncha-. Pago para que me recete, me cure, repita conmigo: me voy a casar, me voy a morir.
Sin tocar el dinero, sin rechazarlo, Díaz Grey se puso de pie, se arrancó la túnica, tan blanca, tan almidonada y miró el perfil crispado, la grosera pintura que cambiaba ahora, contra la luz del ventanal, sus asombrosas combinaciones de color.
-Usted se va a casar- recitó dócil.
-Y me voy a morir.
-No es diagnóstico
Ella sonrió brevemente, recuperando la adolescencia, mientras volvía a llenar la cartera. Papeles, carnets, joyas, perfume, papel higiénico, una polvera dorada, caramelos, pastillas, un bizcocho mordido, acaso algún sobrecito arrugado, mustio por el tiempo.
-Pero no alcanza, doctor. Tiene que venir conmigo. Tengo el coche abajo. Es cerca, estoy viviendo, unos días o siempre, no se sabe quién gana, en el hotel.
Díaz Grey fue y vio como un padre. Mientras miraba el secreto acarició distraído la nuca inquieta de Moncha; le rozó los codos, tropezó sus ademanes contra un pecho.
Vio, Díaz Grey, la décima parte de lo que hubiera visto y podido explicar una mujer. Sedas, encajes puntillas, espuma sinuosa sobre la cama.
-¿Comprendes ahora?- dijo la mujer sin preguntar-. Es para mi vestido de novia. Marcos Bergner y el Padre Bergner- se rió mirando la blancura encrespada en la colcha oscura-. Toda la familia. El Padre Bergner me va a casar con Marquitos. Todavía no fijamos la fecha.
Díaz Grey encendió un cigarrillo mientras retrocedía. El cura había muerto en sueños dos años antes; Marcos había muerto seis meses atrás, después de comida y alcohol, encima de una mujer. Pero, pensó, nada de aquello tenía importancia. La verdad era lo que aún podía ser escuchado, visto, tocado acaso. La verdad era que Moncha Insaurralde había vuelto de Europa para casarse con Marcos Bergner en la catedral, bendecida por el cura Bergner.
Aceptó y dijo, acariciándole la espalda:
-Sí, es cierto. Yo estaba seguro.
Moncha se puso de rodillas para besar los encajes, suave y minuciosa.
-Allá no pude ser feliz. Lo arreglamos por carta.
Era imposible que toda la ciudad participara en el complot de mentira o silencio.

Juan Carlos Onetti.
Tan triste como ella y otros cuentos
Grijalbo Mondadori.
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