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viernes, 15 de enero de 2010

YO AUTORIZO QUE LE CORTEN LA PIERNA




SALVAR SIN VER A QUIÉN.


(Fragmento)


Tristemente encontramos puertas violadas y lugares que habían sido saqueados, una situación no sólo terrible sino mezquina. El primer rescate en forma fue en un edificio derrumbado de cuatro pisos que estaba a nivel del suelo. Pero luego, el cansancio me ganó, así que me fui a descansar como una hora y media. Después por mi entrenamiento en espeleología, me llamaron para hacer un rescate en un inmueble destruido en Versalles y avenida Chapultepec.

Se trataba de una chica que estaba atrapada. Lo primero que hice fue tratar de establecer contacto con ella y tranquilizarla: le dije que ya estábamos trabajando en su rescate. Para calmarla, le pedí que me platicara qué hacía ahí Me dijo que estaba haciendo prácticas de computación. Al principio no sabíamos exactamente dónde estaba, pero su voz nos ayudaba a ubicarla. Había mucha gente alrededor: bomberos, voluntarios, gente de la Comisión Federal de Electricidad… Cerca de ahí se habían caído muchos edificios, recuerdo muy bien el de Nafinsa, de unos once pisos que estaba en una calle paralela a Versalles.

Ya era viernes 20 de Septiembre, eran como las seis de la mañana cuado decidimos bajar; el lugar era muy estrecho. La chica estaba atrapada por varias varillas de aproximadamente una pulgada, y sobre el fémur tenía una que parecía de plastilina enredada en su pierna. Entré con mi padre, ya estábamos muy cerca de ella; tenía la ropa desgarrada, intenté cubrirla, pero me reclamó que la salvara. En eso, llegó un compañero y le dijo algo a mi padre. Acto seguido, mi padre me dijo: “Alex, hay que salirse”. Justo en ese momento, la chica me dio su nombre: Ligia. De pronto, cuando se percató de que me llamaban, me tomó de la mano y me rogó que no la dejara. En ese momento, mi padre repitió: -“¡ hay que salirse!”. Le pregunté que qué pasaba pero en lugar de contestar, insistió: “hay que salir”. Le dije a Ligia que no se preocupara, que regresaría por ella. “Tengo que salir a asistir a una emergencia”. Mi padre gritó otra vez, en ese momento me cayó el veinte, y pensé que algo estaba pasando, no sabía qué pero algo pasaba. “No me dejes, no me dejes”. Le prometí que regresaría por ella. Al salir, con gran asombro me di cuenta que no había nadie afuera, que las ciento cincuenta personas que había cuando recién entré se habían ido. No había nadie en la calle ni en el estacionamiento. De pronto vi a unos compañeros y me informaron que en Avenida Chapultepec había un edificio que estaba a punto de derrumbarse y que iba a caer sobre el área en la que estaba trabajando.

Ante la posible tragedia, uno de los nuestros tomó el riesgo y nos fue a alertar. Eso es trabajar en equipo.

Después, cuando todo se tranquilizó, insistí en que quería regresar por Ligia. Su padre, que era un catedrático de la UNAM y profesor de dos amigos, estaba ahí, preocupado por lo que le ocurría a su hija. Por el peligro del derrumbe, hubo mucha resistencia a regresar pero yo había hecho un compromiso, me sentía moralmente comprometido. Así que dije que entraría de nuevo y entramos. Ligia tenía una varilla en el fémur, un bombero trataba de hacer un corte para sacarla, pero de pronto, no sé cómo se quedó atorado el tobillo. Entonces creció la desesperación, me pasaron una barreta y la metí para hacer palanca, sabía que podía romperle el tobillo. En ese momento dijeron que lo único que se podía hacer era cortar la pierna, y todo me señalaba como el indicado, pero yo no podía. Afuera, su papá estaba angustiado y gritaba: “Yo autorizo que le corten la pierna y me la traigan aquí, aquí, afuera, yo la atiendo”. Era una situación muy difícil, no era como cortar una manzana a un árbol. Pedí una cuerda e hice un nudo de ballestrinque o de cochino, pedí que jalaran, antes yo había escarbado más. Y bendito Dios, logramos liberar el tobillo.

La colocamos en la camilla y la sacamos. Al salir me atoré en una varilla y cuando logré salir ya se la habían llevado en una ambulancia. Nunca supe el nombre completo de Ligia. Solo supe que su padre y ella nos mandaron muchos agradecimientos. Nosotros no perseguíamos nada, lo que buscábamos era ayudar. Y así lo hicimos: trabajamos hasta que terminó la esperanza de encontrar más gente con vida.



Testimonio del Rescatista Alejandro García Guerrero
Entrevistas de Guadalupe Loaeza.
Terremoto. Veinte Años Después.
Editorial Planeta.

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sábado, 19 de septiembre de 2009

YA NOS LLEVÓ LA CHINGADA


20 AÑOS DESPUES: NO APRENDEMOS


El 19 de septiembre de 1985 a las 7:19 de la mañana aún estaba en cama, que más podía hacer a esa hora. Siempre he sido muy aprensivo frente a los temblores, y cuando sentí el brusco movimiento salté de la cama justo a tiempo porque se cayó el librero que estaba detrás. Corrí directamente a la puerta que daba a un jardín donde se veía el resto del multifamiliar. El edificio comenzó a tronar. Vi llorar a unos vecinos agarrados de una columna. No sabía qué hacer, solo dije: “ya nos llevó la chingada”, mientras veía cómo se desplomaba el edificio de enfrente, donde vivía mi padre.
Se vino abajo como si fuera una baraja de naipes. Después sólo quedó una nube de polvo cubriendo también mi cerebro; sólo pensé en mi padre a quien acababan de operar. No sabía si estaba cuidando el departamento de mi hermana, que se encontraba fuera de la ciudad o, en el colmo de la mala suerte, si también lo acompañaban mi madre y uno de mis hermanos. Era muy temprano y quizá habían ido a darle el desayuno o él permanecía en el sexto piso de mi edificio. No podía saberlo.
“Ya nos llevó la chingada”, dije. Todo era un caos. La gente lloraba, rezaba, aullaba, los gritos me confundían. Los segundos se alargaban y mi inmovilidad con ellos. Un tanque de gas se incendiaba. Ese otro anuncio de peligro me hizo reaccionar. Subí a cerciorarme, a cerrar la llave; después bajé corriendo por mi madre. Al descender, las imágenes me golpearon la vista: el edificio estaba quebrado, los muros habían desaparecido, algunas columnas se mantenían en pie. Llegué al sexto piso y rescaté a mi madre y a mi hermano, los jalé hacia la calle. Los dejé allí y les rogué que tuvieran cuidado con los cables. Después eché a correr.
El terremoto había cesado pero el infierno apenas comenzaba. Del edificio A, donde vivía mi padre, únicamente quedaban a medio pie los tres pisos bajos, los otros seis parecían un acordeón, el noveno y el octavo parecían el relleno de un sándwich, atrapados por el resto.
El corazón me latía. Ya no recuerdo si lloraba o no, la adrenalina y el deseo de encontrar a mi padre me impulsaban a seguir. Tal vez la angustia y el dolor me dieron valor. Subí a la montaña de escombros. No era el único, pero en ese momento no me importaban los demás. En un ejercicio forzado de la memoria, imaginé dónde podía estar el departamento ¿cómo podría reconocerlo?. Entonces vi un libro machacado. Amor Perdido de Carlos Monsiváis, y supe que estaba en el lugar correcto, pues mi cuñado y mi padre eran ávidos lectores. Luego me topé con documentos y cosas que intuí., por desesperación o por el deseo de aferrarme a la vida, que podían pertenecer a ellos. Sin más, comencé a rascar y a silbar “Tatata tá tá”, una señal con la que mi padre nos llamaba, y una tradición familiar… No se me ocurrió otra cosa, o sí: imité ese ritmo con golpes sobre los restos de muros, techos, pisos.
El noveno piso semejaba un domo: se había invertido completamente al caer: sólo habían transcurrido diez minutos. No se escuchaba nada. Por un instante me rendí y de pronto empezamos a oír voces de auxilio.

Testimonio de Alejandro Villamar Calderón, quien vivía en 1985 en el Multifamiliar Juárez.
Terremoto. 20 años después. Entrevistas de Guadalupe Loaeza.
Editorial Planeta.
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