
20 AÑOS DESPUES: NO APRENDEMOS
El 19 de septiembre de 1985 a las 7:19 de la mañana aún estaba en cama, que más podía hacer a esa hora. Siempre he sido muy aprensivo frente a los temblores, y cuando sentí el brusco movimiento salté de la cama justo a tiempo porque se cayó el librero que estaba detrás. Corrí directamente a la puerta que daba a un jardín donde se veía el resto del multifamiliar. El edificio comenzó a tronar. Vi llorar a unos vecinos agarrados de una columna. No sabía qué hacer, solo dije: “ya nos llevó la chingada”, mientras veía cómo se desplomaba el edificio de enfrente, donde vivía mi padre.
Se vino abajo como si fuera una baraja de naipes. Después sólo quedó una nube de polvo cubriendo también mi cerebro; sólo pensé en mi padre a quien acababan de operar. No sabía si estaba cuidando el departamento de mi hermana, que se encontraba fuera de la ciudad o, en el colmo de la mala suerte, si también lo acompañaban mi madre y uno de mis hermanos. Era muy temprano y quizá habían ido a darle el desayuno o él permanecía en el sexto piso de mi edificio. No podía saberlo.
“Ya nos llevó la chingada”, dije. Todo era un caos. La gente lloraba, rezaba, aullaba, los gritos me confundían. Los segundos se alargaban y mi inmovilidad con ellos. Un tanque de gas se incendiaba. Ese otro anuncio de peligro me hizo reaccionar. Subí a cerciorarme, a cerrar la llave; después bajé corriendo por mi madre. Al descender, las imágenes me golpearon la vista: el edificio estaba quebrado, los muros habían desaparecido, algunas columnas se mantenían en pie. Llegué al sexto piso y rescaté a mi madre y a mi hermano, los jalé hacia la calle. Los dejé allí y les rogué que tuvieran cuidado con los cables. Después eché a correr.
El terremoto había cesado pero el infierno apenas comenzaba. Del edificio A, donde vivía mi padre, únicamente quedaban a medio pie los tres pisos bajos, los otros seis parecían un acordeón, el noveno y el octavo parecían el relleno de un sándwich, atrapados por el resto.
El corazón me latía. Ya no recuerdo si lloraba o no, la adrenalina y el deseo de encontrar a mi padre me impulsaban a seguir. Tal vez la angustia y el dolor me dieron valor. Subí a la montaña de escombros. No era el único, pero en ese momento no me importaban los demás. En un ejercicio forzado de la memoria, imaginé dónde podía estar el departamento ¿cómo podría reconocerlo?. Entonces vi un libro machacado. Amor Perdido de Carlos Monsiváis, y supe que estaba en el lugar correcto, pues mi cuñado y mi padre eran ávidos lectores. Luego me topé con documentos y cosas que intuí., por desesperación o por el deseo de aferrarme a la vida, que podían pertenecer a ellos. Sin más, comencé a rascar y a silbar “Tatata tá tá”, una señal con la que mi padre nos llamaba, y una tradición familiar… No se me ocurrió otra cosa, o sí: imité ese ritmo con golpes sobre los restos de muros, techos, pisos.
El noveno piso semejaba un domo: se había invertido completamente al caer: sólo habían transcurrido diez minutos. No se escuchaba nada. Por un instante me rendí y de pronto empezamos a oír voces de auxilio.
Testimonio de Alejandro Villamar Calderón, quien vivía en 1985 en el Multifamiliar Juárez.
Terremoto. 20 años después. Entrevistas de Guadalupe Loaeza.
Editorial Planeta.
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