martes, 21 de julio de 2009

LA INUTILIDAD DOMESTICA DEL ESPOSO


EL MARIDO PERFECTO

Era un marido perfecto: nunca recogía nada del suelo, ni apagaba la luz ni cerraba una puerta. En la oscuridad de la mañana, cuando faltaba un botón en la ropa, ella le oía decir: “Uno necesitaría dos esposas: una para quererla y otra para que le pegue los botones”. Todos los días, al primer trago de café, y a la primera cucharada de sopa humeante, lanzaba un aullido desgarrador que ya no asustaba a nadie, y enseguida un desahogo: “el día que me largue de esta casa ya sabrán que habrá sido porque me aburrí de andar siempre con la boca quemada”. Decía que nunca se hacían almuerzos tan apetitosos y distintos como los días en que él no podía comerlos por haberse tomado un purgante, y estaba tan convencido de que era una perfidia de la esposa, que terminó por no purgarse si ella no se purgaba con él.
Hastiada de su incomprensión, ella le pidió un regalo insólito en su cumpleaños: que hiciera él por un día los oficios domésticos. El aceptó divertido y en efecto tomó posesión de la casa desde el amanecer. Sirvió un desayuno espléndido pero olvidó que a ella le caían mal los huevos fritos y no tomaba café con leche. Luego impartió las instrucciones para el almuerzo de cumpleaños con ocho invitados y dispuso el arreglo de la casa, y tanto se esforzó por hacer un gobierno mejor que el de ella, que antes del mediodía tuvo que capitular sin un gesto de vergüenza. Desde el primer momento se dio cuenta de no tener la menor idea de dónde estaba nada, sobre todo en la cocina, y las sirvientas le dejaron revolverlo todo para buscar cada cosa, pues también ellas jugaron al juego. A las diez no se habían tomado decisiones para el almuerzo porque todavía no estaba terminada la limpieza de la casa ni el arreglo del dormitorio, el baño se quedó sin lavar, olvidó poner el papel higiénico, cambiar las sábanas, y mandar al cochero a buscar los hijos, y confundió los oficios de las criadas: ordenó a la cocinera que arreglara las camas y puso a cocinar a las camareras. A las once, cuando ya estaban a punto de llegar los invitados, era tal el caos en la casa, que Fermina Daza reasumió el mando, muerta de risa, pero no con la actitud triunfal que hubiera querido, sino estremecida de compasión por la inutilidad doméstica del esposo. Él respiró por la herida con el argumento de siempre: “Al menos no me fue tan mal como te iría a ti tratando de curar enfermos”. Pero la lección fue útil, y no sólo para él. En el curso de los años ambos llegaron por distintos caminos a la conclusión sabia de que no era posible vivir juntos de otro modo ni amarse de otro modo: nada en este mundo era más difícil que el amor.

Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera
Editorial Diana.
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